Deberás militar

DICIEMBRE 2012 | 


      Un flaco de pie sobre los tablones. Tras la desenfocada malla metálica, pequeños fragmentos romboidales del verde futbolero: el verde desteñido del club más recóndito del país. Es el clásico contra el segundo más recóndito.
     El flaco sigue la trama atento; los ojos parecen seguir los vaivenes de los pies más movedizos. Celebra con pequeñas sonrisas los pases más inteligentes y las arremetidas más atrevidas. Escapa un suspiro silencioso en cada espasmo de su columna hacia atrás, a la vez que el espasmo simultáneo de sus compañeros de tribuna produce un orfeónico Uhh.
    Entre los atavíos de quienes lo rodean sobre su mismo tablón,  resaltan los colores del equipo local: el más recóndito de los clubes. Matizan el paisaje camisetas de otros clubes del país y del exterior. Al otro lado del edificio, se alza una pared difusa de opuestos colores que canta con similar borrosa lejanía.

    Los ojos del flaco dejan por un minuto las islas de césped dudoso, y se posan en su propio alambre. ¿Llegaría acaso un día en que su atuendo hablara de fútbol?. Era improbable. Jamás había hallado camisetas con inscripciones genéricas como "me gusta el fútbol". Antes había hallado miles de diseños que hablaban de El club más recóndito y miles de El segundo club más recóndito. "En eso, están empatados", pensó el flaco sin sospechar que esa tarde también acabaría en un ajustado empate (lo supo luego, sobre el charco de su propia sangre; pero entonces ya no le importaría el resultado).

    El calor de la tarde y el sol dando de lleno en la trama visitante producen el efecto óptico de las arenas calientes o las rutas al sol. Una difusión de capas horizontales que ascienden deformándolo todo a su paso. Llegar temprano le permitió elegir un buen lugar, pese a que una especie de horda de abonados, llegada a último momento, irrumpió el zumbido tumultuoso y el espacio físico, obligando a desplazamientos masivos, a torpes empujones, y a escuchar su repertorio tendencioso.
    Lo extenso de las contiendas futboleras, pensó el flaco, lo compensa la belleza de los movimientos. Es como el deleite musical con las líneas vocales o instrumentales ingeniosas. El gol es sólo un acontecimiento. Es la canción por la que se vende el disco.

     Promedia el segundo segmento. El sol se guarda lentamente, apenas para iluminar los contornos de los árboles que rodean el predio. En una maniobra inesperada, todos a la vez perciben que algo grande acaba de nacer. Los veintidós allá abajo (once con el arrebato torpe de concretarlo y once con el de evitar lo inminente), los cientos de espectadores dividos por colores y vayas, y hasta los jueces, quienes dan por hecho que ya acabó su parte en esa escena. Las palomas que rondaban inconscientes el área más alejada rompen en vuelo contra el sol en gesto de solidaridad animal.
     En medio de tanta revuelta, un pulgar sutil vislumbra con precisión un desborde por pocos sospechado. El último hombre del club más recóndito del país intenta con manotazos y una carrera desenfrenada hacer enroque con su propia meta; pero él ya sabe la verdad que sus compañeros se niegan aún a aceptar: Todo esfuerzo será en vano.
     En los tablones nadie ha vuelto a saltar. Todos parecen retener por un segundo eterno la respiración, pero el flaco sabe que no es así. Ese segundo eterno, sin parpadeos, transcurre en una gran inspiración; una colosal bocanada de aire pestilente que ingresa perfectamente sincronizada para, en su instante de mayor tensión, estallar en ascenso volcánico y correr por los conductos aéreos hasta chocar con unas membranas exactamente posicionadas para que entre sus fibras se geste un vocablo universal. El orgasmo que impactará la atmósfera en el momento preciso en que se lacere la meta tan fielmente custodiada.
     El flaco se ahoga en un grito largo y solitario que se desgarra sobre el final, mientras despierta en la percepción de que la meta transgredida ha sido la del club más recóndito de todos; el club cuyos seguidores lo rodean en silencio atónito.
    No muchos segundos después los ojos furiosos se convierten en una golpiza ciega contra la piel y los huesos de aquél que celebró la tragedia en sus labios. Nada sirve para defenderse ni atenuar la paliza. El flaco reacciona con dificultad, anestesiado y mal sentado en los tablones; repudiado por el entorno, que pronto lo olvida. Los tres o cuatro agresores se han alejado, quizás para terminar de descargar los insultos por ahí. El flaco sospecha que el acaba de recibir un duro mensaje de intolerancia y de bestialidad humana.

     De repente, recupera el sentido de espacio, apenas un minuto antes del final del partido. Se pone de pie y decide, intuitivamente, llevarse con suerte alguna última postal de belleza futbolera. Toma aire y levanta la vista, en el momento mismo en que un desconocido recién ingresado del club más recóndito del país, desesperado por la derrota, acierta casi a tientas un pelotazo en un extremo descuidado de la meta. Ante semejante osadía en la agonía de la jornada, el aire contenido estalla en la boca sangrante del flaco y, esta vez, en cada garganta a su lado. Cuando la algarabía se diluye y la razón regresa a la tribuna, los brazos de quienes lo rodean, antes alzados al cielo, dan forma a una segunda paliza contra el desgarbado ése que ni siquiera supo sostener su fidelidad.
     De nuevo en el suelo y con las manos en el charco de su propia sangre, el flaco interpretó el mensaje: La militancia es para muchos preferible a la belleza.



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