Garrapiñada

JUNIO 2016 |

Cada vez que dudo si es que en verdad soy un zen con ataques de don ramón o, al revés, un don ramón con actitud de zen, me digo que sólo soy un ser humano y abandono la idea rápidamente a sabiendas de las nuevas incertidumbres que esta respuesta trae.

Buenos Aires, la ciudad, tiene un ritmo maquinal en sus venas. Por momentos miles de transeúntes las circulan hacia un lado, luego el caudal fluye en otra dirección. Viviendo en sus calles aprendí a librarme bastante fácil de sus corrientes que, personalmente, entorpecían mi paz. No obstante, sumido en vaya a saber qué ideas, me vi esta tarde envuelto de repente en el concurrido horario de retorno al hogar. Largas filas, colectivos atestados, enojo en el aire. Mi don ramón afloró cómo una fuerza volcánica inevitable, por fortuna mi zen también estaba ahí y le propuso aguardar.

La postal era ante todo gótica. Las grandes sombras, las sólidas paredes grises tapizadas por una humedad de días, una fila de lúgubres personas silenciosas, abrigadas o abstraídas que se perdía por largos metros bajo las altas galerías. Las cascadas de sus precipicios informaban la presencia de la lluvia de que nos guarecían.

Entre las filas de seres fijos que aguardaban abordar y los ríos de seres que iban y venían en perfecto anonimato, un pequeño puesto de chapa exhibía en sus caras visibles un cartel amarillo con la inscripción "garrapiñada". Sobre el puesto, pequeño para tal empresa fabril, descansaban tres únicas herramientas: una olla de cobre (de la que intuyo provenía el caramelo hipnótico), una fuente repleta de maní acorazado de azúcares oscuras y una cuchara. Tras el puesto, atento o no al encono popular, un señor con absoluta sencillez daba vida a esa llamativa fábrica. En absoluto silencio, tomaba entre sus dedos un alargado sobre de celofán con la delicadeza de quien conoce el tacto de los pétalos o de las alas de las mariposas, y lo mantenía abierto. Al tiempo, con la cuchara levantaba 5 o 6 garrapiñadas y las vertía una a una en el sobre hasta completarlo. Luego, con maestría lo hacía girar sosteniendo fijos los extremos de su borde libre para, con este último paso, dar cierre a cada uno de los paquetes que iban en seguida a acumularse a una pila en la mesa.

El mundo se deshizo el instante en que lo contemplé. El señor no me miró. No tenía más ojos ni más atención que para su presente que, en ese preciso momento, era hacer garrapiñadas. Mi tiempo en esa contemplación se deshizo también. Quise internamente que no se terminara. Quise que los colectivos detuvieran su andar. Los transeúntes que ya se estaban quejando se seguirían quejando; yo disfrutaría en cambio la abstracción de la labor observada. Finalmente, y por suerte para la gran mayoría de la fila, el colectivo llegó y me entregué al flujo del cardumen. Mientras caminaba a trancos hacia el colectivo, a mis espaldas una voz desconocida dijo claramente y a la distancia: "Maestro, ¿me da una garrapiñada?"

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